Son las 6:00 a.m. El sol comienza a despuntar y se filtra por entre las rasgaduras del papel periódico que cubre los vidrios de la ventana. Hace frío. Algunos perros ladran en el exterior y a lo lejos se distingue el agresivo repicar de una campana de mano. No dormiste mucho y te duele el cuello. Ayer apenas comiste y hoy debes salir de nuevo a las calles en busca de la buena suerte… no tienes de otra.

Te miras al espejo, entre manchas de sarro y rayones logras distinguir un par de ojos, una nariz, algunos vellos en la barbilla; qué bien que sigues siendo humano y no te convertiste en cucaracha. De prisa te alistas. Bebes un vaso de leche, buscas un bolígrafo y una libreta. Casi olvidas la solicitud de empleo con apenas algunas líneas y apartados cubiertos. Sales.

Para llegar a la Oficina de Empleos debes tomar dos camiones y caminar tres cuadras más. Puedes ahorrarte unos cuantos pesos si haces el camino a pie en dos horas y media. Un poco de ejercicio y aire fresco, dirían quienes poseen automóvil propio. Pero no tú. Tú no sabes manejar siquiera. Así que te aprestas a serpentear por las calles, esquivando baches y algunos charcos. Grafitis e imágenes religiosas en las esquinas les dan un toque pintoresco a las paredes grises.

– ¡Adiós, Josué! Dios te bendiga.
– Adiós, Doña Lupe. Buenos días.

Un saludo cortés para con quien te recuerda con aprecio, porque no eres un bruto sin educación. No eres lo que aparentas.

Apenas sales de tu barrio para adentrarte en la urbe y notas los cambios. Cambios sutiles y cambios enormes. Cambian los nombres de las calles y cambian las aceras. Cambian las ropas y cambian las miradas. Cambia la actitud de la gente. La indigencia y la pobreza no alteran los semblantes, no hay compasión en nadie. “¡Fíjate, tonto!” fue tu recompensa por detenerte en el semáforo peatonal y no cruzar cual ganado. Porque no eres un tonto que se enfrenta cuerpo a cuerpo con los carros en movimiento.

Aunque el sol ya está más en lo alto, aún sientes entumidas las manos. Aún resientes el dolor en el cuello, pero no culpas a tu almohada. Los pies te están matando, pero no culpas a tus zapatos. Sientes hambre, pero no culpas a tu estómago. Estás harto de repetir la misma rutina de los lunes para suplicar por un empleo, pero no culpas a los burócratas ni a las clases privilegiadas.

Por fin arribas a la Oficina, diez minutos antes de que abran. La fila ya se extiende hasta la esquina y parece aumentar, se engrosa y se alarga igual que un enorme ciempiés. Rápidamente te desplazas hasta el final, bordeando la enorme masa humana. En el trayecto ves la encarnación del mal humor, de la tristeza, de la necesidad. Todas esas personas con sus historias, sus desventuras y sus infiernos privados. Algunos hojean tabloides con portadas explícitas y encabezados rimbombantes: La narco-fosa del Terror, Las chicas más calientes del invierno, Nace un niño mitad chango y mitad hombre. Otros se cruzan de brazos y sorben café de un vaso de unicel, le dan una honda fumada al cigarrillo y murmuran imprecaciones para sus adentros. Cada dos o tres metros se escuchan quejas, risas o palabras de aliento: ¡Échale ganas compadre, este mes sí se nos hace!

Son las 11:45 a.m.

Por fin es tu turno, después de casi tres horas formado.

– Buenos días. Siéntese. Permítame su credencial y su solicitud. Josué Pérez Cortina… ¿Trae su citatorio de la semana pasada? Gracias. Uy no, joven. Tiene muy poquito en su solicitud. Ahorita están contratando pura gente con experiencia. Mire, tráigame dos cartas de recomendación y un quinientón y le paso su solicitud al gerente. ¿Cómo ve?
– No tengo quinientos pesos, jefa. Ahorita ando viviendo al día y no consigo jale. Écheme la mano.
– Mejor dese otra vuelta en quince días, a ver si sale algo, pero la verdad la veo muy cabrona, joven Josué. Y mire, trate de peinarse el greñero y taparse el tatuaje pa’ que no lo vayan a confundir con un cholo.
– Gracias de todos modos.

Muchas gracias, señora licenciada, gracias por nada. Porque eres de bajos recursos, pero no eres uno de ellos, sin corazón y sin empatía. Puedes dar un agradecimiento sin quebrarte en llanto por la tristeza.

Son las 12:20 p.m.

Caminaste un buen rato y localizaste una sombra en el jardincito afuera del mercado. ¿Y ahora qué? ¿A dónde te arrimas? ¿Con quién asistes por consuelo y ayuda? Porque eres un individuo recio, que aguanta candela, y aun así puedes llorar y sentirte cansado de la vida injusta, del entorno que violenta tu individualidad; cansado de la soledad, por no tener padres ya; cansado de que te vean desde arriba, de que te juzguen; cansado de que ser un paria por no tener estudios, de ser un perro callejero por vivir en un espacio de seis por cuatro, de ser un anormal por vestir como te gusta, por calzar como te gusta, por ser tú mismo y no dañar al resto de la Humanidad.

Lloras y te lamentas porque ya no puedes ver el lado positivo y jovial de la situación. Hace unas horas te alegrabas de no ser una cucaracha y ahora ruegas por convertirte en una y ser aplastado por un piadoso e implacable pie. De todos modos, esta Sociedad ya te ha pisoteado demasiado…

Elegía Urbana (cuento)

Navegación de la entrada


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *